miércoles, 16 de diciembre de 2009

INDRISO: HONDURAS.

1. HONDURAS.
(A SU PUEBLO)

Siempre la misma tumba y hacha de verdugos,
Destrozando sueños florecientes e insondables,
Capturando casi todas las fogatas que iluminan.


Aboliendo los anhelos de igualdad y sembrado,
Y así como el fruto se corta antes de la aurora,
Se tala el instante lumínico del camino violado.


Pero sube el relámpago en el que todos creen,

En el minuto concedido por la patria que lucha.

martes, 28 de abril de 2009

MICROCUENTOS EN 30 PALABRAS.

PRESENCIA.

La aguardaba. Aparecería su primavera en el aire. Habría mariposas doradas en las flores. La creía surcando el espejo del lago, la marea salada del océano. Pero sólo como presencia.

SOPOR.

Tardó en recordar. Las imágenes se mostraban, aunque no sabía de aquel lugar, sin conocer las palabras. La ventana no permitía ver el llano con sus árboles. Salía del sopor.

MEMORIA.

Quiero decir que una profunda memoria, es mi tormento diario. Soy un prisionero en una cárcel con barrotes de acero y sujeto a tu sombra. Tú, ni siquiera lo piensas.

ENOJO.

Se fue enojado, sin saber a dónde. Había sido insolente con su madre, pero, ahora, no quería arrepentirse de su decisión. Sentado en la plaza, pese al frío, esperó quieto.

ENTORNO.

Todo volvió a su sitio. Palabras con letras repetidas. Silencios que suman silencios. Memorias de jardines y rincones con fantasmas. Agua de lluvia repartida sobre el viento, que te murmura.

PENSANDO.

Pienso en ti, sin que lo sepas. No sé evitarlo Eres poema del tiempo. Surges de las flores. Vuelas por el viento. Gritas en las olas que estallan cuando llamo.

NIETA.

Vino a mi casa, Panchita, nieta de cinco años. Ella nos pobló de vuelos y luces que salían de sus pupilas profundas. Y su ternura, dejaba jardines en los ojos.

INDRISOS.

Julio Campos Ávila
Santiago. Chile.
1. Sueño

Es muy temblorosa
La sombra que mira
Desde este alto muro.

Ella emerge de la tierra,
De un sueño profundo,
Por eso es tan húmeda.

Y canta en las trizaduras.

Sin saber ninguna palabra.

2. Duda

A veces, sólo a veces,
Pregunto por qué pena
Me legaron luz celeste.

Qué dolor en mi epidermis
Causó esta gris conmoción,
Que camina de norte a sur.

Rozando, leve, tus fronteras,

Perecedero trueno de cristal.

3. Entorno.

El viento remueve hojas
Conmoviendo sus tallos
Y enciende el sol oculto.

La luz brilla en tus ojos
Y dobla sus campanas,
Acompañando a tu risa.

Por eso, tú, permaneces.

Eres ternura del silencio.

4. Profundo.

Salgo, airado, a buscar
En la soledad del día,
Su extenso grito verde.

Sólo hallo tus manos
Forjando vientos leves,
En solitaria penumbra.

Solamente tu aliento.

Tan sólo mi memoria.

5. Verano.

Te condecora siempre
Y te viste, la savia sutil
Con una dulce cruz azul.

Es sólo su intenso brillo,
El que te cruza el alma
Con lenguajes de ternura.

Como si dejaras el fuego.

O te hallaras en el pan.

6. Montaña.

Si la perenne montaña
Te acercara a mis ojos,
Sería dulce este sueño.

Podría verte en el vuelo
Del sol abriendo la nieve
Con sus campanarios.

Volverías a mi red vacía.

Iría presuroso al silencio.

CUENTOS PARA NIÑOS.

JULIO CAMPOS ÁVILA

CUENTOS PARA NIÑOS.

1992.

DEDICATORIA.
PARA MIS HIJOS, ANETTE JULIA Y CAMILO ERNESTO.
PRIMAVERA DE 1992.

UN PAÍS AL FIN DEL MUNDO.

Existe un país, al fin del mundo con forma de espada y tierra habitable entre una columna de roca y un profundo océano. Tiene diversos climas y frutos del orbe. El sol cae directo en el norte y oblicuo en el sur. Ese norte es un desierto con réplicas de valles planetarios. En las noches, gélidas, como caluroso el día, la luz salta las grietas, creando fantásticas figuras. Hacia el sur, todo reverdece y cursos de agua se abren paso, llevando el légamo que prende ojos en las hierbas y edifica su polen. Se alzan árboles poblados de aves, acumulando lluvias y estaciones. La montaña disminuye. Acerca a cóndores y huemules.
La gente muda sus hábitos. Hay selvas con araucarias, copihues y pumas. El océano bravío, dueño de seres marinos, carga su yodo. Alimenta barcas en movimiento permanente, coloquio o disputa. Primero, tierno; luego, altanero y furioso ahora, autor del despedazamiento de la costa, telegrafía de rocas y espumas. La tierra está congelada. Sus planicies alojan achaparradas hierbas. El cielo, cubre con aliento glacial la vida que alberga y lucha por sobrevivir. Hubo pueblos, razas o etnias, que vivieron aquí. Hombres y mujeres que soñaron y rieron, sufrieron y se alimentaron del rico mar y de la tierra pobre. Pero que, lamentablemente, desaparecieron aquí. A veces, encuentran huellas, sin nombres. Otra vez, aparecen vasijas de barro, armas de hueso o metal. Muchas veces, se hallan pedazos de fantasías, pero nunca sus dolores y lo que buscaban para preservar la tierra. Quien conozca el territorio. O lo imagine. Quien distinga sus alteraciones, aprenda sus palabras, coma sus frutos o duerma bajo su cielo. Quien sepa de vientos o se sumerja en sus aguas y cruce selvas acompañado de Dios. Quien distinga la montaña, no tendrá sosiego. La red de conmociones será su alma. Ahí habrá estrellas formando la memoria del asombro. La variada geografía del país, azul y brumoso, se introducirá en la sangre. Se aprenderá que la esperanza es tierra y agua. Nos identificará con humo. Conocerá un idioma de luz y sombra. Será embrujado por cuentos de brujos en fogatas de lenguas coloradas, creando dimensiones inexplicables como el musgo que indica el norte. En lo hondo de esta espada verde, se encontrarán laberintos, leyendas y relámpagos. Se sabrá que aquí ocurren milagros. Existe, hijos, un país lejano. Es también el vuestro. Se llama CHILE.

LA CRIATURA AGUA.

¡Oye! Imagina algo.
Sí. Imagina al agua como si fuera un agitado ser vivo, como si tuviera una voluntad propia para ir donde quiera, con una visión extraordinaria de la tierra a la que está amarrada. Y a la que lleva, los gérmenes de la vida. Es cierto, ¿te das cuenta?, el agua rige la existencia de todos los seres vivos y, a la vez, ordena esa existencia, convirtiéndose en un sorprendente elemento dominante del planeta, porque lo ha hecho desde el comienzo de la historia de la tierra y lo hará hasta el final, llevando la vida, hasta donde le es posible, a todos aquellos que la necesitan. Por eso, ¿sabes? Las aguas se reunieron y formaron los océanos primordiales y entre ellos emergió la tierra firme y se consagraron los continentes. Es, entonces, fuente de vida, de purificación, pero en otras ocasiones es un elemento destructor y terrible. Sin embargo, pese a todo, la rondamos y la adoramos. En la antigüedad se vivía siempre, obligatoriamente, muy cerca de ella y, en nuestros días, la llevamos por tubos subterráneos hasta las casas que habitamos, para gozar de su frescura. La llamamos con muchos nombres, según sea su estado o el lenguaje empleado para ello. Si es meteorológico: decimos lluvia, de otoño, invierno o primavera. Tal vez, rocío, escarcha, nieve, granizo, huracán. Para una terminología geográfica: océano, abismo, mar, fuente, (agua viva), río, torrente, (inundación, crecida). O tsunami uno de los últimos vocablos. Por la forma cómo nos aprovisionamos: pozo, canal, cisterna, aljibe; y también lo que indica su uso: abrevar, beber, saciar la sed, sumergir (bautizar), lavar, purificar, derramar. ¿Lo ves? Muchos nombres, pero un solo sujeto y aunque cambie de formas, sólo puede cambiar en tres estados: es líquida, desde la lluvia al río, al océano, al pozo o noria, pero también sólida como nieve en la montaña o hielo, en gigantescos témpanos o iceberg en los polos, incluso puede ser gaseosa, como vapor atmosférico, libre y alado. Ahora, déjame contarte una leyenda o mito acerca de “LA MADRE DEL AGUA”, nacida en América. Dice esta leyenda que los conquistadores, como todos sabemos, no estaban muy interesados en enseñar su cultura, sino extraer todo el oro que pudieran, sin detenerse ante nada, menos en la vida de los habitantes naturales de estas tierras, sin saberlo, dieron nacimiento a esta historia. Cuentan todos, lo habitantes de las riberas, los pescadores del mar o de los grandes ríos, los vecinos de los lagos y de las quebradas que la madre del agua es muy bella, de cabellos rubios y ojos profundamente azules que pueden perturbar a cualquiera que los mire. Dicen que ella tiene grandes poderes y cuando está iracunda, porque no halla lo que busca, hace temblar las montanas, enloda y envenena las corrientes y provoca grandes llagas a lo que estén en las aguas. Te estarás preguntando, ¿por qué?, ¿qué mal le hicieron los hombres, que provoca en ella tanta desesperación y furia? Te lo contaré como a mí me lo contaron. Dicen algunos, que en la época de la Conquista, cuando los invasores sometían a las tribus indígenas por la fuerza para robar sus riquezas, llegaron una vez a un poblado cuyo cacique, un joven fornido, apuesto, arrogante y valiente, fue apresado para obtener de él los tesoros que tuvieran. El capitán al mando, ordenó azotarlo hasta que dijera dónde encontrar dichas riquezas, mientras él se iba a otro lugar. El cacique se negó a ello, pese a la tortura. En ese momento apareció la hija del castellano, una hermosa niña, que asombrada por la apostura del cacique y conmovida por el castigo inhumano que le imponían, rogó, con lágrimas en los ojos que dejaran de torturarlo. El verdugo no pudo resistir el ruego y lo dejó libre. La niña enamorada pidió que la llevara y el cacique tomándola en sus brazos se perdió en el bosque, donde se ocultaron. Pasó mucho tiempo. Tuvieron un hermoso niño. Eran, en verdad, muy felices, pero otra mujer del lugar, celosa de esta joven y de su felicidad, les comunicó a los conquistadores dónde estaban. El colérico padre al conocer al hijo que tenían, ordenó que lo arrojaran a las aguas y luego, delante de ella, mataron al cacique. Ella no pudo resistir tanto dolor y, en cuanto pudo, se lanzó a la corriente y se ahogó. Dicen, es lo que dicen, que en las noches tranquilas y estrelladas se escucha en el fondo del río una canción de arrullo, dulce y vibrante, como si surgiera de las aguas. Es la hermosa niña convertida ya en la madre del agua que, incansablemente, a través de los siglos, busca a su hijo, sin encontrarlo nunca. ¿Te gustó? Es triste, ¿verdad? Te dije que es una leyenda de un país de América. Hay cientos de leyendas en diversos países relacionadas con el agua, incluido el nuestro, obviamente, por eso quiero, finalmente, contarte otra historia. Ocurrió en Chile, en el sur, según la versión que cuenta, a su vez, un compatriota nuestro, muy sabio, cuyo seudónimo era Oreste Plath, quien nos enseñó a todos los chilenos, de sueños, de flores, de leyendas y de pájaros. Pon atención, escucha. Muy cerca de Concepción había una laguna muy hermosa que era usada por la gente del lugar de maneras muy variadas. El principal, lo hacían las mujeres que iban cada día a lavar ropa, lo que era muy pintoresco, ya que ellas cantaban de ida y regreso y en los arbustos y árboles cercanos podían verse las ropas de muchos colores que colgaban para secarlas. Entre ellas había tres hermanas, de cabellos rubios y largas trenzas. Todas tenían el mismo nombre: Pascuala, la misma belleza y alegría. Un día, llegó al lugar un forastero, joven y apuesto, que se enamoró de inmediato de las tres hermosas muchachas y cada una, en secreto, le correspondió su amor. No sabiendo a cuál de ellas elegir, en la noche de San Juan, les dio cita a las tres a orilla de la laguna. A las doce de la noche, desesperado al ver reflejarse en las aguas a las tres hermanas comenzó a llamarlas. Cada una al sentir su nombre se creyó elegida y entró en las traicioneras aguas. Dicen que dicen, que desde entonces, en noches de San Juan, se divisa un bote y surge una voz que llama a las tres Pascualas. Así se llama ahora la laguna y como antes, en este relato, es nuevamente el agua donde se crea la leyenda. El agua que vive tan cerca de los seres humanos y que asiste a todos sus sueños.

EL NIÑO QUE HABLABA CON LOS PÁJAROS.

Era un niño que hablaba con los pájaros. Él no conocía la explicación. Sólo sabía que podía hacerlo. Para esto no necesitaba gorjear, emitir silbidos, hacer guiños. No. Sólo tenía que hablar naturalmente. Con las palabras que entendía. De la manera que charlaba con sus padres, hermanos o amigos. Lo descubrió casualmente. Una tarde, como acostumbraba, salió con su “armónica” y cruzó por el paso secreto que tenía allí al fondo del sitio, entre zarzamoras y mimbres, hasta su sitio preferido. ¡Ah, cómo le gustaba ese lugar! Estaba cerca de álamos verdes y puntiagudos. Frente al enorme cerro silencioso, no distante. Bajo el sauce ondulado. Al borde del arroyo cristalino que se deslizaba sonoro sobre piedras de diversos colores y hierbas fragantes. Allí se instalaba, cara al cielo, a tocar su música. ¿Cuál? ¡Ésa! Ninguna en especial. Era algo no escuchado, que él inventaba, mientras oía el murmullo del agua y veía quebrarse rayos de sol entre las ramas. Aprendió que el silencio no existe. Ni siquiera en ese cerro estático. Al trepar por sus laderas percibía su vibración. Una resonancia global de cantos de pájaros, mezclado al eco de un rumor de insectos, lo que junto al vibrar de hierbas, hojas, hilos de agua cantarina cayendo hacia el valle, lo convertían en un murmurador vivo e incesante. Mientras lo pensaba, escuchó una voz: -¡Ese niño toca muy bien! Sobresaltado, miró a su alrededor esperando ver a alguna persona que se hubiera acercado. No vio a nadie. -¡Eh!- murmuró asombrado. Escuchó otra voz diferente. -No lo creo, ¡sólo es música chillona! Esta vez se incorporó asustado. -¿Quién, quién habla?- preguntó en voz alta.
-¡Somos nosotros, niño!- escuchó. Su asombro se había convertido en temor. Escuchaba voces, pero no veía a nadie. Recordó las historias de aparecidos, a las que decía no temer, y que se contaban alrededor del brasero en las noches de invierno. Pensó en lo que decía a menudo: “si no veo nada, significa que no existe”. Tampoco estaba seguro de eso, porque presentía que, en todas partes, vivía algo protector que no podía ver. Tranquilizado a medias, volvió a tenderse en la hierba y siguió tocando. -Parece que nos entiende-dijo una voz. -¡No, es imposible!- dijo otra, enfáticamente. -Pero, fíjate, cada vez que hablamos, mira hacia todos lados. -Es casualidad, ¿cómo podría un humano entendernos? - No lo sé, pero da esa impresión- insistió la primera voz. Esta vez no se asustó. Todo parecía normal. Ahora sólo tenía que descubrir de dónde y de quiénes provenían las voces. Con lentitud observó a su alrededor. No vio a nadie. Sólo dos aves posadas cerca de allí parecían contemplarle. Las miró un instante y ya no tuvo duda.
-¿Son ustedes, ¿verdad?- preguntó con tono suave, pero seguro. -Si, nosotros-dijo el de la derecha en igual tono. -¡Claro que nosotros!-agregó, enfático, el de izquierda.-¿Entonces, cómo pueden entenderme y yo entenderles?-preguntó el niño. -No sabemos,-dijo el de la derecha- pero, no trates de explicarlo. He visto y oído muchas cosas extrañas que no tienen explicación. Que son así y nada más. - Yo no había conversado con las aves, pese a hablarles- dijo el niño reflexivamente y agregó- También he visto cosas raras, pero explicables, descubrí, una vez, que unos ruidos extraños que escuchaba no lo hacían los fantasmas, que era un cerdo que no vimos en la oscuridad. -¡Eres gracioso!- dijo el de la izquierda. -¡No soy gracioso!- replicó el niño. -¡Sí, lo eres!- dijo el ave. -¡No lo soy! -Bueno, bueno,- exclamó el de la derecha- no se van a pasar el día que sí, que no, que sí, que no. Ya que podemos entendemos, vamos a hablar como si fuera normal, sin explicaciones, ¿entendido? -Entendido-dijo el niño. -¡De acuerdo!-dijo el de la izquierda. El pequeño se quedó observándolos por un instante. -¡Tú eres un zorzal!-dijo al más inquieto. Y le dijo al otro: -¡Y tú eres una lloica! -Así nos llaman-replicaron estos a dúo.
-¿Y por qué?-preguntó el niño. -¡Ah, niño. ¿Por qué, por qué, por qué? Siempre los humanos se están preguntando por qué, por qué. Jamás aprenderán a aceptar las cosas como son- dijo el zorzal. -¿Y tú, cómo te llamas?-preguntó la lloica. -Juan-replicó el niño.
-¿Y por qué?-preguntó el zorzal. -No lo sé,- dijo el niño- sólo me llamo así. -¿Viste?-agregó el zorzal-ni siquiera sabes por qué te llamas Juan. -Todos tienen un nombre-contestó el niño. -Bueno, bueno-dijo la lloica mientras picoteaba la rama. -Sí, dejemos esto de los nombres,-dijo el zorzal- ese es otro problema- y preguntó a continuación- ¿Qué haces aquí? -Aquí vengo siempre,- contestó el niño- traigo mi armónica. Toco en ella hasta que me aburro y luego me voy a jugar con mis hermanos o a hacer las tareas.
-¿Y qué tocas? -¡Música! -¿Qué música? -Cualquiera, una que no existe, que no se escucha en la radio, que nadie canta, que ni siquiera conocen. -¿Y para qué? -Ven, ustedes también preguntan mucho-dijo el niño. -Eso es para que veas cómo son ustedes.
-Tampoco sé por qué vengo-murmuró el niño avergonzado. -Ves, de nuevo, además de preguntarse siempre por qué, los humanos no saben por qué hacen las cosas. -Es que yo soy chico todavía, pero cuando crezca sabré todo lo que haya que saber- dijo el niño.
-Eso crees,- dijo el zorzal- pero nunca llegarás a saber todo. Siempre sabrás sólo una parte. -¿Y ustedes podrían enseñarme todo?- preguntó el niño. -No. Nosotros también sabemos sólo una parte del todo. Sólo que nosotros, todos, sabemos lo mismo y ustedes, cada uno de ustedes, uno por uno, saben una parte diferente, aunque, ustedes, todos juntos, saben todo. -¿Sí?- dijo el niño maravillado. -Sí, niño, es por eso que es gobiernan el mundo. -¡Sí!- dijo el niño, presuroso. Y comenzó a tocar de nuevo. Aunque era la misma música, ésa, que nadie conocía, que nadie cantaba, que nadie escucharía nunca, esta vez, tenía algo distinto. Parecía más profunda, más alegre. Parecía que brotaba de la misma naturaleza, que venía de las piedras, que era la voz del agua, el silencio del cerro, de los follajes verdes y parte del vuelo de las aves. Muy ensimismado con su música y sus pensamientos, no vio cuando sus nuevos amigos se alejaron en silencio, mientras el sol empezaba a desaparecer detrás de los árboles y las zarzamoras y un color azul cristalino inundaba el aire como si encerrara todo lo existente en una enorme campana de cristal. Sí. Este niño llamado Juan, hablaba con los pájaros. Esa tarde, al despertar de su siesta, estaba muy seguro de ello.

LA FRANCISCA.
-¿Juguemos Cata?
Es la habitual pregunta de la Panchita, con voz pastosa, casi gutural, a la sordina. Sentada, invariablemente en la silla de ruedas, con sus piernas paralizadas por una extraña e inusual enfermedad. Mirando hacia todos lados con ojos extraviados. Tiene doce años y una edad mental mucho menor, sin embargo, de tanto en tanto, aparecen en sus pupilas chispas de lucidez que indican alguna inteligencia, aunque malograda. Ella identifica a muchas personas. Reconoce, claro está, a sus padres, Elena y José, a la tía Verónica, a Catalina, su amiga de ocho años que, aleccionada por su madre, trata de entender a esta niña enferma para no aburrirse demasiado, pues ella, pese a sus continuas invitaciones no puede jugar, según la concepción de juego que tiene la Cata, es decir, correr, saltar, esconderse, gritar o cantar. Sin embargo, cuando la visitan, Cata no la deja sola mucho rato, le da mucha pena hacerlo, porque la Francisca parece recobrarse cuando ella llega. No se sabe si recuperará normalidad, algo que sus padres esperan con una gran fe y, por tanto, no se dejan vencer y un día a la semana, invariablemente, llueva o truene, su madre o el padre la carga en sus brazos, que ya han adquirido cierto vigor y la llevan al local de rehabilitación infantil, donde entrenan a más de una docena de niños afectados por alguna deformación o incapacidad. Así, cada jueves, a una hora determinada la niña es examinada por especialistas, lo que sigue engrosando su ficha clínica, y obligada a realizar algunos ejercicios de recuperación, pese a sus reclamos y muchas veces, a su llanto. Porque a la Panchita no le gusta para nada que la saquen de su silla y la hagan moverse, alzar los brazos, rodar sobre colchonetas, y le presionen sus piernas, totalmente inútiles, para robustecer los músculos atrofiados. Su madre no desmaya. Cada sesión es otro día de apoyo a su esperanza. Ella espera. Siempre espera y sueña. Cree que, en algún momento, verá, de pronto, a su hijita levantarse de la silla a la que sigue atada y correr hacia ella para abrazarla. Eso le da la fuerza indispensable para seguir adelante, para no rendirse, para no declararse vencida antes de tiempo. Nunca las visita nadie, pese que a Elena le encanta que venga gente a su casa y, cuando no llegan, en verdad, lo comprende en silencio y con pena. Quien jamás falla es su amiga Verónica la que, con su hijita Catalina, de ocho años y diabética, a pesar de sus propios problemas y obligaciones, periódicamente, llegan de visita a la casa, con la alegría de Elena y Panchita. Juntas hablan de miles de cosas, se enteran de todas las noticias, se cuentan los sueños y las trabas diarias. Ambas se sienten bien con esta intimidad. Una, agradecida y la otra, colmada de brillo por ayudar a su amiga a resistir la pesada carga que lleva. Esto, por cierto, no es casual en Verónica. Esta actitud está formada por retazos de su propia formación y la afección de su hija que le ha ayudado a enriquecerse en la idea de que los seres humanos no viven solos, sino dependientes y cada uno entrega y recibe de los otros. Estos rasgos bondadosos son tan visibles en la Vero, que, cuando lo cuenta, uno no puede menos que rogar porque ojalá existan en esta vida muchas personas como ella. Y porque conmueve mucho escuchar la inalterable e ilusoria invitación de la Panchita: -¿Juguemos Cata?

RECUERDO A MI ABUELO.

Quiero contarte, ahora, todo lo que yo recuerdo de mi abuelo, el padre de mi padre, para mantenerlo vivo en la memoria. Y, sinceramente, es emocionante recordarlo, porque mientras pienso, se mezclan en esta evocación, hechos que fueron reales con aquellos que uno deseaba que lo fueran. Y ya no sabes bien si estás creando una historia nueva, que adornas con sucesos que nunca existieron o sólo estás evocando los perfiles más altos de los instantes vividos, que se mantienen igual que si fueran naves siempre dispuestas a zarpar. Sólo deseo que estos barcos naveguen también en tu propia memoria, pero, principalmente, en tu imaginación, porque he aprendido que es mucho menor las palabras que pronunciamos y mayor las que callamos, permanentemente, aunque, éstas, sigan, inasibles, sobrevolando el mundo. ¿Puedes imaginar, entonces, la cantidad de palabras no dichas, sólo pensadas, que viven con nosotros? Sin embargo, yo deseo recoger la mayor cantidad posible de ellas para compartirlas contigo, porque los recuerdos de un abuelo son parte de nuestras raíces, ya que cada uno de nosotros está formado también por la vida de quienes nos precedieron y somos integrantes de las leyendas que crecen tanto, como las veces que se trasmitan en el tiempo. Mi abuelo tenía los ojos azules, ¿Sabes? Cuando miraba de frente, sus pupilas se entrecerraban un tanto y parecían hundirse entre sus pobladas e hirsutas cejas blancas. Estos ojos, podían ser acuosos como un lago cristalino o acerados y fríos cual dos trozos de hielo. Pero siempre, afables o airados, brillaban allí dos pequeños duendecillos chispeantes, inesperados e inestables. Regularmente, no se sabía en qué lugar del camino podían preparar una emboscada y menos aún, cuál sería la dirección principal de su ataque.
A ello se debía, sin duda, la fascinación de su presencia. Ésta era la razón por la que buscábamos la aventura de su compañía. Era esa inestabilidad de su carácter lo que nos atraía como un imán y nos mantenía en vilo, en ascuas, pendientes de todos sus movimientos; estáticos, como el caminante al borde de una hoguera o la mariposa nocturna alrededor de una lámpara. Mi abuelo, además, era alto, fuerte y estentóreo. Durante mucho tiempo creí, sin revelarlo a nadie, que el sol nacía justamente detrás de su cabeza, por encima de sus cabellos enmarañados, porque ahí parecía estar constantemente. Que las enormes y oscuras puertas de la casa se habían hecho especialmente para habitantes tan plurales como él. Que el origen de los truenos estaba en su garganta y el de los rayos eléctricos, en el fondo de sus ojos y que, a toda hora, la luz caminaba con él, aunque se moviera, la mayor parte del tiempo, en una especie de semipenumbra, muy semejante a la de los primeros minutos del amanecer. Él podía pasar del silencio a la risa y de la tranquilidad al enojo con tanta rapidez que, difícilmente, advertíamos a tiempo los estados intermedios. Este tránsito no tenía ningún aviso previo y todo dependía, entonces, de la experiencia que hubiésemos logrado, según fuera el caso, para quedarnos a su lado y abrazarnos a sus rodillas, desde donde nos alzaba con una sola mano hasta el cielo. O, huir en estampida, muy lejos de su alcance. Sus manos poseían todas las virtudes. Podían acariciar blandamente o castigar como látigos. A mí me parecía que tales manos eran capaces de manejar todos los elementos conocidos por mí, en ese entonces: la tierra y la madera, el agua, el fuego y el viento. Sin embargo, la mayor magia que brotaba de sus manos era lo que podía hacer, crear o multiplicar, tal como si fueran independientes de su cerebro y hubiesen nacido para concebir y construir, siempre laboriosas, inquietas e incansables. Mi abuelo parecía saberlo todo. No había misterio que no pudiera resolver. Conocía de pájaros, de flores, de árboles, de perros y de gatos. Podía curar enfermedades con hierbas que nunca revelaba. Cocinar los más exquisitos platos con recetas que, por ningún motivo o ruego, ofrecía. O recitar salmos que nadie había escuchado nunca, en tanto contaba siempre que él conocía el nombre secreto de Dios. Conseguía, además, secar frutas del verano con todos sus aromas y sabores, para deleitarnos en el invierno con sus fragancias y dulzuras. Pero, por sobre todo, él podía construir pequeños camiones de madera que pintaba con sus colores favoritos: rojo, negro y verde. Pero sus creaciones más asombrosas eran los breves barcos blancos, casi mágicos, casi alados, con velámenes azules que introducía, en forma misteriosa, en botellas ambarinas. Todo salía de sus manos, en verdad, solemnemente, como si fuera un rito. Otro suceso que no pudimos explicarnos nunca, eran las vides que podaba cortando en los puntos exactos y daban uvas blancas y dulces, semejantes a sus botellas con barcos, iguales a un amanecer de primavera. Cuando más rudo nos parecía, se transformaba en un mago, en un anciano sonriente que sacaba encantamientos de un sombrero invisible. Brotaban desde allí las más inesperadas actitudes: una caricia, un chiste y hasta algunas monedas con las que comprábamos enormes racimos de algodón de azúcar o brillantes, rojas y cristalinas, manzanas confitadas. Mi timidez y rebeldía silenciosa, lo confundían, a veces, pero también lo encolerizaban. Prefería, por tanto, la docilidad y nerviosismo de mi hermano con el que relacionaba más fácilmente. Pese a eso, yo siempre sentí su ternura y preocupación y la seguridad de que compartíamos algo que no era necesario decir, pues ambos lo sabíamos. En la ordenación de su mundo, todos debíamos tener un sitio y una tarea que realizar. Cuando se levantaba, siempre muy temprano, llenaba la casa con sus voces, risas y rezongos. Así debía comenzar la vida diaria, sin excusas ni demoras y de la misma manera para todos. Recuerdo que en los días de lluvia del invierno, una de las obligaciones que me imponía, era moler trozos de ladrillos que, para evitar el barro, se esparcirían luego por el patio. Y en tanto la fría lluvia se desplomaba en forma incesante y ráfagas de viento, húmedo y helado, golpeaba las paredes de la casa y sus cristales, yo, sentado en un pequeño taburete, provisto de un grueso y pesado martillo, debía reducir a fragmentos a un enemigo involuntario. Empeñado en esa tarea tan mecánica, mi fantasía se desbordaba como un río; imaginaba que esa lluvia estaba formada por finos dardos, metálicos y brillantes, que caían hiriendo sin piedad a la tierra indefensa, mientras que, como producto de esas heridas, una savia roja, como sangre, surgía por entre el manto extendido sobre ella. El viento del norte no era más que un enfurecido puma gris que daba zarpazos violentos en todas direcciones, mientras los abatidos árboles sin hojas se convertían en extraños habitantes de un mundo pasivo que sólo parecía rogar y esperar. En tanto el vendaval gritaba mi nombre en todas direcciones. Allí, en días como ésos, molí a martillazos todos los pesares, reales o imaginados, inclusive aquellos sueños que no alcanzaban a tener forma todavía. Pero, ¿sabes?, nunca consigo recordar a mi abuelo en medio de la aflicción de la lluvia y creo que es porque tenía los ojos azules y conocía la magia de la naturaleza. Tengo siempre, en cambio, en forma permanente, la imagen de su mayor milagro: la forma cómo construía esos pequeños barcos blancos con velas añiles, que introducía en botellas ambarinas donde navegaban para siempre, en medio de amaneceres brumosos. Como lo hacen también, dulcemente, en mi memoria. Como espero que lo hagan desde ahora en la tuya, no como un simple paréntesis, sino como la estela de un barco solitario que no muere, en un viaje que no termina nunca.

MICROCUENTOS EN 100 PALABRAS

ZOOLÓGICO.
No entendía por qué razón la tortuga había escondido la cabeza en su caparazón, cuando la mayoría le gritaba en diversos tonos. Pensé primero que era de temor ya que imaginaba que con sus grandes ojos dulces nos veía como a energúmenos gesticuladores. Luego, que era una actitud de vergüenza, porque, tal vez, los gritos se debían a su aspecto torpe y desmañado. Pensé otras cosas, aunque tampoco entendía, claramente, por qué la gente gritaba de esa forma a la lentitud de la tortuga, ya que eso es lo que era. Cuando emergió, comprendí que su vergüenza era por nosotros.

TRANSPARENCIA.

Él jamás contó a nadie un cuento de la manera clásica. Nunca dijo, por ejemplo, “Había una vez”. Menos aún utilizó la otra forma tradicional que comenzaba, “Erase una vez”. No, no lo hizo. Averiguó otras maneras, eligió otras palabras, buscó otras imágenes. Y cuando alguien le preguntaba qué le gustaría ser entre estas dos opciones, alhaja o transparencia, él callaba. No estaba seguro. Sabía que ser joya podía ser muy valioso. Se imaginó, entonces, como diamante con miles de puertas luminosas. Pero decidió ser transparencia porque su mayor interés era conseguir la difícil sencillez y claridad en sus relatos.